Sonó el timbre poco antes de que abriésemos la puerta de mi nueva clase. Estaba muy emocionado, más aun sabiendo que ya no estaría tan solo. Nos sentamos al final de la clase, había cuatro columnas de pupitres, y yo me cogí el más pegado a la pared, mientras que Pablo el de al lado. Los de la primera fila estaban todos pillados, cosa que en mi antiguo instituto nunca ocurría.
Todos los alumnos de mi clase parecían sacados de un catálogo de Abercrombie. Sentía bastante pavor, era como si estuviese rodeado de alienígenas que se lavaban con Pantene. Todos se reían entre ellos, decían solemnes tonterías y mascaban con poderío.
La profesora, una atractiva treintañera que apenas lo aparentaba con esas gafas tan grandes, entró en clase y nada más cruzar la puerta, besó con la cara el frío suelo de cuarzo. Se levantó como pudo con esa minifalda mientras todos los alumnos se reían y unos cuantos muy caballerosos la ayudaban, y se presentó como si no hubiera pasado nada. Después nos dijo unas palabras de apoyo para el comienzo de la primera evaluación.
—… y espero que tengáis claro lo que queréis hacer, porque en unos años, ya no serán vuestros padres los que os saquen de los apuros con su dinero, seréis vosotros. Así que…
El pomo de la puerta de la clase se volvió a abrir sin apenas llamar antes. Un chico increíblemente atractivo entró en el aula, seguido de otro muy parecido con el pelo platino y ojos verdes, y una chica de poderosas curvas y largas piernas. La profesora intentó mantener la calma.
—Señorito Alcázar –decía mientras se empujaba las gafas a la nariz, que se le estaban cayendo—, siempre es un placer verle pasar por clase. Aunque vuelva a llegar tarde.
—Lo siento, estaba hablando con el director. Le da recuerdos.
Su voz era firme, grave y muy segura. Estaba charlando delante de toda la clase y no se le veía nervioso. ¿Pero para qué iba a estarlo? Era básicamente perfecto: pelo negro brillante, ojos azules y fríos como el hielo, piel tersa y cuerpo atlético. Vi cómo algunas chicas de la clase se estaban derritiendo al verle, y mucho más cuando el Señorito Alcázar se mojó los labios con la lengua para refrescarla.
—¿Quién es? —le susurré a Pablo mientras los otros seguían conversando.
—Es Guillermo Alcázar, el rey del Enrique VIII. Algunos le llaman el Supremo, pero no es más que un niño de papá con un poco de suerte en este centro.
Al saber que mi tía era la famosa viuda de Cadalso y que su madre era la diseñadora de una línea de moda, le pregunté a Pablo que quién era el padre de Guillermo. Él soltó una carcajada y respondió redicho:
—Es el director de este instituto.
Antes de que finalizase el “peloteo” con la tutora de nuestra clase, a Pablo le dio tiempo a explicarme de quién se trataba cada uno:
El chico rubio que andaba detrás de Alcázar era Felipe del Valle, hijo de buenos accionistas y un porrero de narices. Por lo que parece, solía venir a clase con los ojos más rojos que verdes. Bueno, cuando venía. Decían que su sitio favorito eran los baños, donde consumía cocaína y mantenía relaciones sexuales constantemente con las alumnas de primer curso.
—¿Las desvirgaba?
—A la mayoría. En este instituto hay algunas que ya vienen catadas, lo irás viendo poco a poco.
Lo siguiente que me contó fue que la chica que los acompañaba era Daniela Blanco, el amor platónico de todos los chicos de último curso. Castaña, de ojos negros y sonrisa perfecta, quería estudiar historia del arte, pero su objetivo principal era convertirse en modelo. Me hubiese encantado ir detrás de ella de no ser porque ya estaba pillada.
—¿Y qué pasa con…? —Pablo me siseó antes de que acabara. Los tres tardones se acercaban a nosotros.
Conforme Guillermo Alcázar iba acercándose a mí, una serie continua de escalofríos recorrían mi cuerpo, como si acabase de morir y ya hubiese encontrado una nueva muerte en el más allá. Parecía ser que se querían sentar en la última fila, pero sólo quedaban dos asientos libres. Guillermo y Daniela se cogieron los de más a la derecha de la clase, y una sola mirada amenazante de Felipe consiguió que Pablo recogiera sus cosas y se pusiese en el asiento que quedaba por ocupar en la columna de en medio.
¿Era posible lo que acababa de ver?
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