Llegamos al edificio del Enrique VIII, nos quedamos frente a este en cuanto vimos que no estaba cerrado. Débora estaba de espaldas, mirando fijamente un BMW Serie 7 Sedan negro. Me encantaban los coches, y ese era alucinante.
—Es chulísimo, ¿verdad?
—Es del director. Está dentro.
—¿Hablas del padre del Supremo? –Débora afirmó—. Pues vamos a dejarle un pequeño regalo por cortesía de su hijo.
Me acerqué al BMW e intenté abrir el capó del coche para… Bueno, sí, pensaba en estropeárselo un poco. Pero no caí en que tendría una alarma, no estaba acostumbrado a los coches tan protegidos. Claramente, los tres chicos que me acompañaban, por muy poco “dorados” que fuesen, estaban bastante asustados ante esta nueva situación, pero yo ya sabía controlarlas un poco.
—¡Seguidme, rápido!
—Pero…
—¡Sin rechistar!
Los tres comenzaron a seguirme bastante asustados, sobre todo cuando se fijaron en que me estaba adentrando en el terreno de Alcázar. Les hice esconderse conmigo detrás de la valla que separaba las escaleras de la entrada con el césped principal, y en cuanto vimos al director –un hombre de pelo canoso y sedoso con el mismo porte que Guille— saliendo a ver que le pasaba a su coche, les hice meterse en el instituto a toda pastilla. No se lo pensaron mucho porque no había tiempo, pero yo supe que se arrepentirían al estar dentro.
—Dios, ¡ha sido brutal!
Débora y yo siseamos a Rico para que no hablase tan alto, ya que aún nos podrían pillar. Y por poco lo hacen.
—¿Hay alguien ahí?
La voz de la secretaria que había gritado a Pablo esa mañana retumbó por todo el pasillo en el que estábamos. Conseguimos quedar encajados los cuatro entre dos columnas de este y la mujer no consiguió vernos a tiempo, pero entonces comenzamos a oír los pasos de unos tacones acercándose a nosotros.
—Callaos.
Aguanté la respiración. Me vinieron un montón de recuerdos a la memoria, pero no podía concentrarme en ellos cuando noté los tacones más cerca que nunca. Cada vez iban más lentos, y más lentos, y casi se paraban…
—Anabel –la voz de un hombre entró en escena. Los pasos pararon del todo—. ¿Me podrías traer los documentos de los alumnos de primero?
—Por supuesto, señor.
Los pasos volviendo a difuminarse. Todos suspiramos profundamente y salimos del escondite unos segundos después. Continuamos en silencio hasta que llegamos a una puerta de madera con una ventanilla de plástico colocada en la parte superior y con un letrero en el que ponía:
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