Mi tía Lina lloró casi de la emoción al tirar mi ropa al contenedor de la calle. Me marché con ella a todas las tiendas habidas y por haber, pero antes de visitar las de Serrano, fuimos a las de Goya. Me compró hasta las maletas más caras de Salvador Bachiller, cosa que no veía útil por ahora. Pero bueno, si a ella le hacía ilusión…
En cuanto caminamos por Velázquez, rumbo a nuestra calle, intenté retomar el tema del que no me acabó de hablar la última vez que pudimos conversar:
—¿A qué te referías con que no era sólo un juego de niños?
—¿Perdona?
—Me dijiste que las cosas no funcionaban igual aquí. ¿Eso por qué?
—Ah, sí… —dejó su acento de rica tonta a un lado y se puso seria—. Verás, en el Enrique VIII, no hay un solo alumno como tú, de eso estate orgulloso. Todos son hijos de grandes empresarios, trabajadores del Gobierno, corredores de Bolsa… Dichos puestos les hacen formarse en grupos para hacer negocios, conseguir nuevos contactos, avanzar en general. ¿Y tú sabes lo importante que es que un hijo vaya con quien quieren que vaya los padres?
»La mayoría de los jóvenes que conozcas en el centro se llevarán con los chicos cuyos padres sean más necesitados para estos. Sé que es un tanto complicado, pero ya te irás dando cuenta. ¡Anda, mira! Entremos.
Nos adentramos en el Zara que había al lado de casa y fuimos directos al ascensor del fondo. Mi tía le dio al botón de la segunda planta, en el que pensaba que estaría lo de hombres, pero al abrirse las puertas, ambos observamos los suficientes zapatos de tacón y vestidos para darnos cuenta de que no era mi sitio.
En menos de media hora tendría que estar en la casa de los Plaza, y sin embargo, algo me dijo en ese instante que tardaría un poco más en llegar. Antes de que se cerrasen las puertas del todo, observé un monumento rubio al fondo ojeando camisetas una a una, y de pronto recordé de qué la conocía. Era Emma, la amiga de Guille.
Interpuse la mano en el ascensor y le dije a mi tía que fuera subiendo y eligiéndome la ropa, porque yo tenía que atar cabos sueltos.
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