Sonaba Womanizer de fondo en la tienda. Pensándolo bien, Emma era de esa clase de chicas a las que le pegaba escuchar a Britney Spears. Tan dulce por fuera, pero sin embargo, yo percibía un semblante salvaje bajo esos mechones rubios.

—Emma, ¿no? –muy buena presentación la mía. Se giró y fingió sorprenderse.

—Sí, y tú eres…

Me reí por no llorar. ¿De verdad que no me recordaba? ¿Tan irrelevante era? Me acababa de sentir como el extra de una película.

—A lo mejor me recordarás por el Pizza Emporio de ayer –seguía sin acordarse—… Iba con una chica y dos chicos más, ¿de verdad que no…?

—¡Ay, sí! –suspiré. Comenzó a reírse—. Estás más mono sin refresco en el pelo.

—Ya, bueno, no quería empezar con mal pie con tus amigos, espero que lo sepan…

—Tranquilo, no creo que te recuerd… —se mordió el labio. Debió de fijarse en que iba a ser un poco cínica conmigo, y en el fondo se lo agradecía, porque seguro que su amiguito Guillermo no se hubiese cortado en gritarlo—. Perdona.

—Es igual. Me hubiese molado pedirle perdón a tu amigo, el de ojos azules. No quería sobrarme tanto con él. ¡Si en el fondo no me extrañó que se chinase tanto…!

—¿Que se qué? –normal que no me entendiera. Mi jerga iba a tener que cambiar lo antes posible.

—Ofendiese, perdón.

—Ahh… No pasa nada, Guille es así. Un día es un cielo de persona, pero al otro se vuelve un pelín tontorrón…

Qué mona era la tía. Su amigo no era tontorrón, era gilipollas. Y a más no poder. Pero me lo callé porque tenía pensado darle una buena lección. Recordando aquello, decidí comenzar el plan manteniendo una conversación:

—Bueno, ¿y qué haces aquí?

—Papá me ingresa ciento cincuenta euros a la semana en la cuenta del banco, y yo me compro un trapito cuando me aburro. Me aburro cada semana, ergo…

Se le daría genial la lógica, pero lo único en lo que podía pensar era en lo fácil que sería «acabar» con ella en mi antiguo barrio.

—Tiene una lógica aplastante, no cabe duda. Oye, ¿qué te parece si organizas una quedada y así puedo pedirles perdón y…?

Su móvil comenzó a sonar, y me pidió permiso para poder contestar. Primera vez que me preguntaban si me importaba. Este lugar era otro mundo.

—¿Sí? No, no estoy haciendo nada. Ay, ¿ahora? ¿En serio? Pues eso es súper fuerte, yo alucino… Venga, vale. Te veo ahora, besitos –colgó. La conversación no duró mucho, para mi suerte—. Bueno, “chico refresco”, eres un cielo. Pero me tengo que ir a una reunión importante. Ha sido un placer conocerte… de nuevo.

—Ya, pero…

—¡Ciao, ciao!

Se fue sin decir más y me puse a temblar al ver cómo mi oportunidad para ganarme a los dorados acababa de escurrírseme de las manos.

No me quedó otra que subir a la planta de hombres, reunirme de nuevo con mi tía y finalizar por fin las dichosas compras. Aunque tras buscarla por toda la tienda, la conseguí encontrar ya en la salida, al lado del guardia jurado y con tres bolsas más colgando de sus manos.

Me pidió que sujetara algunas, y al verme con ellas caminando por la calle junto a los otros transeúntes, me di cuenta de que este era el primer paso, de que ya me estaba convirtiendo en un elitista más de la calle de Serrano. Todo estaba pasando demasiado deprisa, y en pocas semanas acabaría yendo a hípica, viendo partidos de tenis en palco y visitando la ópera fingiendo que la entiendo. Estaba naciendo el nuevo Diego, y mi parte asustadiza comenzaba a acuchillar a mi parte temeraria.

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