Llegué tarde a la casa de los Plaza, pero mi excusa les hizo entenderme. Al entrar por la puerta, pensé que estaba en el Palacio de la Zarzuela. Las paredes eran de un dorado suave, acorde con la maqueta del suelo. Los muebles parecían del siglo XIX, y los ventanales dejaban entrar muchísima luz dentro.
Pablo leyó mi primera entrada del Cuaderno mientras yo daba vueltas alrededor de la habitación de Rico, observando las fotos enmarcadas de él montado en una Harley.
—Este pequeño párrafo es bastante ambicioso –me acabó diciendo Pablo—. El comienzo es suave y resumido, mientras que el apoteósico final es tan desafiante que te deja con ganas de más. Muy bien construido, te doy mi enhorabuena.
—Muchas gracias, tío.
—¿Y lo de DON a qué viene?
—He decidido mejor firmar con un seudónimo. Y pensé que Diego Olmedo Núñez estaría guay, ¿no?
—Diego Olmedo Nu… ¡Ah, lo acabo de pillar! –Y yo me creía tonto…—. Sí, genial, muy ingenioso.
—¿De verdad que no has conseguido nada con Emma? –me preguntó Débora mientras observaba la ENOOOOORME pecera del cuarto. Ocupaba casi toda una pared—. Pues es la más buenaza del grupo…
—Venga ya, Deb –continuó su hermano—. ¿De verdad crees que hubiese conseguido algo con ella? Emma es la debilucha, no la buenaza. No hubiese conseguido persuadir a sus amigos para meterte dentro, créeme.
—¿Entonces qué hago?
—Ve a por los segundones –dijo Pablo con seguridad—. Los platinos, si así lo prefieres. Ellos son la verdadera conexión con el Supremo, son como los esclavos del Demonio. Gánatelos, y el infierno será tuyo.
Suspiré. Y mucho más cuando me dijeron quiénes eran los segundones: Izan y Felipe. Los “chicos malos” del Octavo.
—Vale, está bien. Entonces, ¿hoy dónde puedo encontrarles?
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