¡Cómo estáis, urbanistas de todo el mundo!
Una vez más, vuelvo a vuestras pantallas, esta vez para contar una nueva pequeña historieta que me ha sucedido hace un par de noches. Una sorprendente aventura -la primera de muchas, espero- en la que decidí escapar de mis esquemas y lanzarme por primera vez a lo que sería para entonces conocida como mi primera noche de fiesta como adulto.
No me malinterpretéis, no ha sido mi primera fiesta, ni siquiera mi primera noche entera fuera de casa. Pero en cierto modo, era la primera vez que me sentía mayor. La primera vez que no intentaba ocultar mi verdadera edad o al menos que no pretendía dármelas de universitario para entrar en una discoteca.
Obviamente, se trataba de una noche sencilla al principio. Nadie se pasó, todos lo disfrutamos, y desde luego, a los adultos NUNCA tienden a darles garrafón. Y yo lo pude comprobar. Comencemos con la historia…
¿Qué tal si empezamos presentando al protagonista? La juventud. Ni yo, ni mis amigos, ni el primer gorila que nos coló en Madre Mía. Los protagonistas de la noche siempre serán los que la viven, y en estos casos suelen ser veinteañeros y treintañeros en su mayoría.
Unos amigos y yo nos reunimos en el centro de la ciudad, justo al lado de la ballena de Sol. Algo bueno de querer ir de fiesta es que, como todas las noches se te pueden llegar a acercar alrededor de seis o siete relaciones públicas ofreciéndote un buen plan de fiesta, por una vez no te ves forzado a rechazar a la mayoría. Resultó extraño dejarles hablar por una vez para variar.
Tras una costosa decisión en la que decidimos tomar un tour por tres de las discotecas más chics de la zona de Huertas, nos dieron una pulsera y conseguimos llegar con nuestro guía -un italiano de lo más simpático- a la primera parada: Madre Mía.
Al entrar, me sorprendió ver que, quitando el alcohol legal, no era más que otro local más con gente que ni siquiera se atrevía en su mayoría a lanzarse a la pista de baile. Por suerte, dos pares de copas de ron con cola y un chupito de vodka después, las cosas se veían mucho más positivas, desde luego.
Del oscuro y misterioso dúplex musical pasamos a la siguiente aventura: Mandala, una especie de cueva blanca de lo más estilosa que compensaba su falta de cobertura con buena música y espacios más cómodos para pasárselo bien en la planta baja. Allí, tras probar por primera vez un chupito de vodka con caramelo -¡delicioso!-, comencé a darlo todo en la pista, justo al lado del estéreo. Sonó música de todo tipo, algo que me pareció genial, por fin gente que pensaba que el reggaeton no era lo único con lo que se podía mover el esqueleto.
Y a pesar de que, debido a problemas con los DNIs de algunos del grupo, no pudimos pasar a la última visita, el elegante local de Moondance, mis amigos y yo -los pocos que ya quedaban a las tres y media de la noche-, nos marchamos a buscar un último local abierto por las afueras de Sol.
Llegando a Chueca, un hombre nos ofreció la entrada a un pequeño local de por la zona, un par de habitaciones de lo más minúsculas pero acogedoras, a 4 euros la copa y en fin, cansados, cedimos.
Un par de horas después, conseguimos llegar a nuestras casas para continuar con la fiesta al día siguiente, esta vez en una casa. Fuera como fuese, fue una noche para recordar. Y para inspirarse. Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme… Pero ¿qué hay de Madrid? Enamorarse de ella no es difícil. Será la única que no consiga fallaros.
Y bueno, qué más decir a parte de que aquella noche me di cuenta de algo: Da igual dónde estéis, con quién paseéis o qué bebáis. Solo tenemos una vida, y muchísimas noches. Pero… ¿por qué no hacer de cada una algo único? ¿»Una noche para recordar»?
Mientras os lo pensáis, os deseo un buen día… O una buena noche. Y que no dejéis de disfrutar de cada minuto, de cada segundo de vuestro día a día.
Saludos de
R