Ya estábamos llegando al colegio. Es más, veíamos el BMW negro aparcado de nuevo delante de la puerta de entrada.
—¿Cómo sabías que tu padre estaba aquí aún?
—¿Cuándo no lo está? –Asentí, tenía razón—. Ese cerdo insolente que me hizo de su esperma quiere más a este putrefacto montón de ladrillos que a su propio hijo.
—Vaya… Pensé que tu relación con tu padre era sana.
—Y lo es… Lo que pasa es que a veces, por muy sana que parezca una manzana, puede estar envenenada. Y eso pasa en ocasiones con una relación familiar.
—Supongo que tendrás razón.
Guille intentó abrir la puerta del coche, pero estaba cerrado. Tampoco forzó mucho la puerta, porque sonaría la alarma –eso lo sabía yo mejor que nadie—. Pero sí comenzó a patalear las ruedas del vehículo.
—¡Maldito egoísta! –gritaba al edificio, como si su padre le fuera a oír desde dentro—. Resulta que también quieres al BMW más que a mí, ¿no? ¿Es eso? ¿Y qué pasa si quemo tu precioso Serie 7 enterito? ¡Así habría un poco más de fuego en nuestra fría relación!
—Vaya, qué poético –Guille seguía dando patadas al coche y le agarré para que se alejara de él—. Oye, en serio, para. Estás pasando de ser un niñito de papá a parecer la Semilla del Mal.
—No, ¿sabes qué? Es hora de que le diga cuatro cosas.
—¿Qué? No seas tonto, anda. El alcohol está hablando por ti.
—¡Por supuesto que no! –Me apartó de un empujón y se sacudió la chaqueta de cuero que llevaba—. Esta noche tan solo he probado dos vodkas con limón, un ron con cola, tres Martinis, dos Malibús bien fríos, seis o siete chupitos y la copa de Moët & Chandon del trayecto en limusina. ¡¿Acaso no crees que exageras un poco?!
Me quedé callado un buen rato para intentar hacer el inventario de sus bebidas por mi cuenta. Pero en ese pequeño silencio aprovechó para adentrarse en el Octavo.
—¡No, espera! –intenté pedirle. Pero un Supremo nunca espera.
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