Unos días después, los cuatro de siempre nos quedamos un rato charlando en la casa de Pablo. Puso No Money, de Galantis, en los estéreos, y nos pedimos unos bollos en el Mallorca enorme que ocupaba toda la esquina que daba con el portal de su casa.
—¿Pero tú qué puedes hacer? —me respondió Débora tras contarles lo de Alexis—. La culpa es del drogadicto ese. Tú mejor aletéate y desentiéndete.
—¿Estás de broma? Yo no sería capaz de eso.
—Aún te queda mucho que aprender, amigo mío… —contestó Rico.
El iPhone de Débora resonó sobre el suelo en el que estaba sentada y lo cogió para ver qué ocurría.
—La culpa no es sólo de Felipe. Si Alexis veía por donde iba la cosa al ver que el otro consumía de todo, tenía que haberse marchado a tiempo.
—Oh, mierda.
—Qué ocurre, Débora.
Débora nos enseñó la pantalla de su móvil. Estaba metida en Instagram, y acababa de ver una foto de Victor que había subido de un caballo blanco, en la que lo importante se encontraba bajo ella.
Ponía de estado:
«Es hora de darle a los pobres un poco de su propia medicina.
A tu salud, arbolito»
—¿Lo de arbolito va por mi apellido?
—Seguramente. ¿Qué crees que van a hacer?
—Ni idea. ¿Creéis que tiene que ver con ese caballo?
—Ese es Dux, es el caballo de carreras de su familia —informó Pablo—. No sé por qué lo habrá metido en esto.
—Habrá que averiguarlo —resopló Débora—. Tranquilo, Diego. De eso nos encargaremos nosotros. Pediré información sobre él a mis compañeros de clase y si eso, luego me bajo a casa de su exnovia, que vive también en Velázquez y somos muy buenas amigas.
Se lo agradecí un montón a los tres. Por desgracia, no creí que eso sirviera para pararles el carro. No hay nada como un corazón roto para romper sin corazón.
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