Lunes otra vez. El corto camino hacia el interior del Octavo fue como el paseo de la vergüenza más largo de la historia. Todas las miradas caían sobre mí, entre los cuchicheos se podía oír mi nombre, y si no era el mío, se trataba de Pablo o de los hermanos Plaza. Algo me decía que hoy iba a ser un día muy, pero que muy intenso.
Al sentarme en clase, los compañeros que tenía a mi alrededor alejaron un poco sus pupitres del mío, y cada vez que intentaba hablar con alguno de ellos, me hacían el vacío. Por suerte llegó Pablo y ya no me sentí tan solo.
—Tío, la hemos cagado pero bien.
—¿Por qué nadie me habla? ¿Qué ha pasado?
—No sé cómo, pero Borja Martín sabe lo del diario.
Se me heló la sangre. Si un bicho tan malo como B se había enterado de algo tan jugoso, ya teníamos la cruz echada. Intenté respirar pausadamente. Cuando había logrado calmarme un poco, los golden boys entraron en la clase, seguidos del profesor. Daniela caminó decidida a su sitio, y cuanto más cerca la tenía, más rápido me iba el pulso. Por un momento recé y esperé que no se hubiese enterado, aunque obviamente era imposible.
—Buenos días, Diego —¿Esa era la voz del Supremo? ¿Guille no estaba enfadado? Echó a uno de los chicos de su pupitre con una simple mirada para poder sentarse a mi lado—. Me alegra saber que no has perdido el tiempo desde que llegaste.
—¿Me dejarás darte una explicación? —Le pedí con la voz temblorosa.
—Yo no la necesito. De hecho, te admiro. Me encanta cuando la gente que me tacha de cabrón, lo acaba siendo aún más que yo. Eso sí, a quien le debes explicaciones es a las personas que han confiado en ti. Ya sabes, las que tienen… corazón —apoyó sus pies en alto y se llevó las manos a la nuca, seguido de un suspiro—. Pobres criaturas.
Miré a Daniela. Tenía los ojos algo rojos y se había apoyado de manera que no le pudiera ver del todo la cara. Lo sabía. Lo sabía más que ningún otro. Dios, cómo he podido ser tan imbécil.
—Alcázar, los pies en el suelo —exclamó el profesor.
—Oblígueme.
La clase había comenzado. Sería solo una hora de clase de Historia, aunque yo iba a estar más centrado en cómo contarle la mía a D en el descanso.
Me acerqué a ella cuando dieron en punto. Le agarré suavemente del brazo y le pedí que me dejara explicarme. Ella ni me miró a la cara. Comenzó a llorar de nuevo, y Emma se acercó a pedirme que les dejara en paz. Ni siquiera se molestó en decirlo con tacto. No era solo a Daniela a quien había jodido. Era a todos aquellos que se habían vuelto mis amigos. Débora y Rico ya no estaban, los dorados seguían bajo una sombra aún más oscura y solo me quedaba Pablo, que al menos esperaba que no me acabase odiando por la cagada del diario. Si tendría que volver a empezar de cero, esta vez sería desde mucho más abajo.
Mientras tanto, en el perverso ático de los Martín, Claudia había hecho peyas por orden de su hermano, y ambos desayunaban plácidamente croissants con jamón york y café colombiano en la terraza. Borja llevaba una camisa de satén roja de Boss que resplandecía ante el color dorado del amanecer. Claudia quiso ir a juego con él, y se puso su vestido ceñido de Carolina Herrera que tenía para la ocasión.
—Menos mal que al fin vuelves al poder —reprochó tomando un sorbo de su taza—. Tanto Alcázar empezaba a aburrir…
—Realmente ha sido mucho más fácil deshacerme de ese quiste tercermudista de Diego Olmedo de lo que que me esperaba. Hay que ser estúpido para dejar tus debilidades por ahí sueltas, para que cualquiera pueda encontrarlas.
—Brindo por ello —C alzó su tenedor antes de darle un bocado al trozo de croissant que había clavado en él—. ¿Y qué va a pasar ahora con él?
—Eso ya no es problema nuestro. Que se vuelva a Mordor. Nuestro nuevo objetivo es la fama nacional. —Borja sacó del revistero un viejo número de GQ en el que aparecía una foto de Guille.
—G posó de modelo para un artículo de GQ Style y ni siquiera está en una agencia. ¿Pero es que además sabes quién lo está?
—Daniela.
—Exacto. Aunque ya no salgan juntos, siguen siendo la pareja del Octavo, y eso va a acabar.
—¿Qué tienes pensado hacer?
Borja aún no tenía un plan concreto, pero desde luego que no echaba en falta un objetivo: se llevaría a quien fuera por delante con tal de volver a hacerse con el trono de Serrano.
Ya a la hora de comer, fui a buscar a Guille para pedirle ayuda por lo del maldito diario. Sabía que él me seguía dirigiendo la palabra, por lo que, irónicamente, era mi única vía para hacerme de nuevo con el resto del grupo. Y pensar que hace unos meses era justo al revés…
Le pillé en uno de los pasillos traseros del instituto, hablando con Izan. No pude oír lo que decían, pero sabía, por las caras que ponían, que Guille le estaba dando una mala noticia a su amigo. Este se marchó, dejando al señorito Calatayud a merced de cualquiera que quisiese acercarse a hablar con él. En tal caso, sería yo. Cambio de planes.
—Eh —saludé cuando logré alcanzarle casi a la entrada del edificio. Él se giró y al verme, puso la mirada en blanco—. Entiendo que estés cabreado, pero…
—Te calé desde el principio. Siempre pensé lo mismo que Guille, pero con la diferencia de que él al final también cayó. Bien hecho, Olmedo.
Suspiré. Estaba a punto de arriesgarme como no lo había hecho en mi vida. Izan continuó su paseo hasta que escuchó lo que dije:
—Nunca me calaste, en realidad. Solo tuviste miedo de que si Guille se enamoraba de un chico, cabría menos posibilidades de que fueras tú.
Izan comenzó a carcajear tras una breve pero intensa pausa en la que buscó una forma natural de reacción. Me aplaudió un poco, también. Mientras se acercaba a mí, se rostro se fue oscureciendo.
—No tengo ni la menor idea de lo que hablas.
—¿Estás seguro? Porque pareces demasiado interesado en saber si lo sé.
—¿Si sabes qué?
—Lo del beso de Navidad. En la terraza de Danie…
Apenas me dio tiempo a acabar la frase en cuanto me vi contra la pared con las manos de Izan sujetando el cuello de la camisa de mi uniforme. Su rostro irradiaba furia, y su respiración comenzó a ir rápido y más rápido.
—No sé lo que viste, ni tampoco me importa. Pero si necesitas ayuda para olvidarlo, permíteme.
Echó su puño hacia atrás y me vi obligado a hacer algo por lo que luego me sentí un verdadero pedazo de mierda.
—¡Para! Si me pegas, no me callaré. Le diré a todo el mundo que te mueres por Guillermo.
—¿Y quién crees que te creerá? —Escupió tras otra carcajada.
—Cualquiera que mire hacia atrás y se fije en las señales. Por eso odiabas salir con Claudia, por eso le sigues a todas partes. Te mueres por su aceptación, ¿no es así?
—Me jode mucho que me amenacen, Olmi. —Volvió a echar su puño atrás.
—¡Juro que te destruiré!
El pasillo estaba vacío, y aun así se formó un silencio de lo más aterrador. Esperar la reacción de Izan me estaba matando de los nervios. Pero entonces dejé de sentir esa presión en la camisa y la pared ya no parecía tan dura a mi espalda. Me había soltado. Le miré a los ojos, estaban acuosos. Casi como los de Daniela esa misma mañana.
—Sé que soy un monstruo —reconoció—. Pero tú te has convertido en algo peor.
Se alejó por el pasillo y yo ya no le perseguí más. Mi plan había fallado, pero al menos no salí dolorido… por fuera. Me senté en el suelo hasta que la secretaría me echó. Ya se hacía tarde y lo mejor era volver a casa. Aunque tenía miedo de que al llegar, no me atreviese a volver a salir…
Al otro lado del instituto, Pablo salía de la Sala de Periodismo y se despedía de un par de amigos de clase. Entonces se fijó en que uno de ellos iba directo a Borja Martín, quien esperaba entre las sombras para no llamar mucho la atención.
Pablo no dudó en esconderse tras una columna del pasillo y observar. Lo vio todo. El trapicheo en el que ambos, tanto su amigo como su enemigo, estaban involucrados. Vio el cambio de mercancías, el pago por gramo, vio la ilegalidad de la situación. Y entonces, solo entonces, Pablo Benítez no sabía si alegrarse o sorprenderse.
Dando vueltas sobre el mármol bicolor de la boutique, Daniela decidió pasar la tarde mirando bolsos y darse el capricho de un buen complemento de Prada. Una de las dos vendedoras que había en el mostrador comenzó a acompañarla durante el paseo, dado que ella y un grupo de turistas asiáticos eran los únicos clientes que había en ese momento.
O al menos hasta que Claudia abrió la puerta de cristal con la elegancia digna de su familia. Llevaba un abrigo espectacular de Burberry, y los tacones de Louboutin que se compró cuando aún ella y las demás eran buenas amigas. Iba cargada de bolsas, y en cuanto se quitó sus enormes gafas de Tom Ford, Daniela pudo reconocerla.
—¿Por qué tengo la sensación de que no es casualidad?
—Daniela, cielo, ¿qué tal? No hemos podido hablar desde que la noticia de Diego. ¿Te encuentras bien?
—Estoy genial —mintió con la barbilla bien alta—. Aunque desde luego, no estoy tan fresca como lo pareces tú.
Daniela continuó con el tour por la tienda, y Claudia comenzó a seguirla.
—Yo me lo esperaba, realmente. Ya sabes lo que dicen de los barriobajeros…
—¿Qué dicen, Claudia? —Cuestionó con dureza en la mirada.
—No la tomes conmigo, cielo —reprochó C—. Es él quien te ha fallado. Seguro que ni sentía nada por ti.
—No seas ridícula, Clau. Estás metiendo cizaña solo porque tú no le gustases.
—Pues por lo que yo sé, tuvimos más historia que contigo.
—¿Qué quieres? ¿Por qué has venido?
—¡Para animarte! Si quieres, podemos decirles a todos en el curso que le hagan la vida imposible. Esa siempre ha sido nuestra especialidad, ¿no?
—Siempre ha sido la tuya. Porque ¿sabes qué, C? Eres una zorra frígida e insegura que con tal de verse mejor que el resto, haría lo que fuera, incluso destruir a otro ser humano.
Daniela Blanco se disculpó ante la dependienta y caminó elegantemente hacia la salida.
—Te crees mejor que yo —exclamó Claudia, haciendo que su “amiga” se parase—. Siempre lo has hecho. ¡Santa Daniela al rescate! Pues esta vez te jodes, puta, porque aquí nadie se salva de bicho malo.
—En ese caso…
Y entonces, la chica buena de los golden boys se aproximó a la chica mala y le enrojeció la cara con una bofetada. Las dependientas y los turistas que miraban bolsos se quedaron perplejos y tan quietos que parecían estatuas. Claudia no tardó mucho en devolverle el golpe, y al cabo de unos minutos, la pelea de doradas se hizo con el establecimiento. La dependienta que atendía a los asiáticos corrió a la caja para llamar a la poli, y después de varios minutos y varias heridas leves pero dolorosas, la pelea acabó.
Izan leía plácidamente en su cuarto a medianoche. Para su desgracia, no se trataba de una simple novela. Y el padre de la casa, quien no esperaba encontrarse a su primogénito con los pantalones bajados y la mano cubierta de crema hidratante, apenas llamó a la puerta al pasar.
—¿Hijo? ¿Pero qué co…? —Se tapó los ojos hasta que se fijó en lo que estaba leyendo su hijo. Los abrió un momento y arrancó aquella revista de sus manos. La revista se llamaba “Freshmen”—. Dime que esto no es verdad. Dime que es una broma.
Por primera vez en su vida, el Gran I sintió miedo de verdad. Comenzó a temblar como no lo había hecho antes mientras se subía los pantalones, y su padre hizo un tubo con la revista, que después usó para azotarle en la cara.
—Puto maricón, ¿cómo cojones puedes…? —Se llevó una mano a la boca y con la otra tiró la revista a la pared, tan enfurecido que le faltaba el aire. Después, señaló la puerta—. Fuera.
—¿Cómo?
—Que fuera de mi casa.
—Pero papá…
—No. Yo no soy papá de nadie. Yo no tengo hijos.
—Papá…
—¡FUERAAAAAA!
El grito silenció a todo el vecindario. Los ojos de Izan finalmente rompieron en lágrimas. Salió cuidadosamente de la habitación y caminó con sigilo y confusión hacia la entrada. Su padre no dijo más. Ya lo había dicho todo. Sin embargo, él aún no había dicho nada.
Pero tampoco tendría la oportunidad de hacerlo.
Débora, ya a punto de irse a dormir, recibió una llamada de lo más inesperada. Por suerte, de alguien a quien extrañaba como nadie. Nada más leer su nombre, se sonrojó.
—Pablo Benito.
—¿Me echabas de menos?
—Para nada, casi he olvidado tu cara.
—Idiota.
—¿Qué os contáis por la milla?
Pablo le contó lo que había visto esa tarde en el Octavo, el trapicheo de Borja. Débora no se sorprendió mucho, aunque sí lo hizo cuando escuchó que ahora todos sabían lo del diario. En su interior solo agradecía la suerte que había tenido al marcharse de allí en ese momento.
—¿Y tú cómo estás?
Pablo se quedó mirando la pared de su habitación. Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente; no lograba centrarse en la conversación.
—Sin ti.
—Deberías irte a acostar, ya es muy tarde allí.
—Me apetecía escuchar tu voz.
—Y a mí la tuya. Te quiero, Pablo.
La conversación no fue muy larga, pero fue necesaria. Pablo la necesitaba. Puede que me tuviese a mí, pero hasta yo sabía que en estas ocasiones, no era suficiente. Mi amigo tenía un amor en su vida, y quería mamar de él. Su soledad era tan grande cuando le conocí que ni siquiera me di cuenta de lo solo que se volvía a sentir ahora que todos pasaban de él de nuevo.
Y todo, TODO, por mi jodida culpa.
Unas horas después de aquella trágica noche, ya por la tarde, Guillermo Alcázar esperaba en la Plaza de Colón a que su mejor amigo viniera. El homosexual desterrado, no el rubito yonqui. En cuanto Izan pisó la plaza, G ya se esperó lo peor al ver aquella maleta tan grande. Su risa sonó muy nerviosa.
—¿Te obligan a llevar todos los libros a clase? —Bromeó—. ¿Por qué no has venido hoy? Casi nos ponen un examen sorpresa, agradece que sea el hijo del director.
—Guille, me voy.
El sonido de los coches recorriendo el asfalto era lo único que se escuchaba en treinta metros a la redonda. La cara de póker del Supremo palideció.
—Que te vas.
—A Barcelona. Tengo un primo con un estilo de vida muy… ¿alternativo? ¿Hipster? No sé cómo se dirá ahora, la verdad.
—Espera, espera. Que te vas. Así, sin más.
—Sin más no. Mi padre me ha echado de casa.
—¿Cómo? —Dio un par de pasos hacia él—. ¿Qué ha pasado?
—Que lo sabe. Es gracioso, en realidad. Cuando logra conocer a mi verdadero yo, voy yo y descubro el suyo.
—Y no es muy agradable, por lo que veo…
—G —le cogió la mano—, escápate conmigo. No hace falta ni que le digas a tu padre lo que sientes, simplemente hazte una maleta y mete toda tu ropa buena.
—Toda mi ropa es buena. —Le soltó la mano prudentemente, pero aun así Izan se sintió dolido—. Yo no puedo hacer eso, Izan. Espero que lo entiendas.
—¿Por qué no? ¿Deberes? ¿Exámenes? ¿Qué te encadena aquí? Por favor, no me digas que Borja, porque…
—La vida, tío, eso me encadena aquí. Tengo… Tenemos Madrid bajo nuestros pies… ¿Y ahora ir a Barcelona? ¿A colonizarla desde el principio? Qué pereza, ¿no?
—¿Y qué tal si olvidas tus putos reinados por un solo segundo —Izan comenzaba a calentarse— y solamente piensas en tú y yo? No lo sé, por las calles de la ciudad, las Ramblas, el Parque Güell…
La mirada impávida de Guille dejó las cosas más que claras. Izan miró al suelo y sonrió.
—Al final, el maldito Olmedo iba a tener razón y todo.
—Izan…
—Te llamaría calientapollas, ¿sabes? Pero es que no me has dejado con el calentón. Lo que has hecho es mucho peor. Me has roto el corazón.
Izan agarró su maleta de Diesel y se dio la vuelta. Guille quiso pararle, pero iba a empezar a llorar, y nunca nadie en la historia le había visto hacer tal cosa.
“Pobre Supremo…
Aunque va a ser verdad lo que dicen: ya hay un momento en el que jode a la gente incluso antes de desnudarla.”
Ya bajo la noche estrellada, tuve las narices de ir hasta la casa en la que hace solo unas semanas había celebrado Navidad, y llamé al timbre casi al borde del infarto. Tardó como un minuto en aparecer alguien. El minuto más largo de mi vida. Y gracias a dios, fue ella quien abrió.
—Tenemos que hablar.
Daniela apenas me contestó. Hizo el ademán de volver a cerrar, pero interpuse el pie para evitarlo. Ella me miró, y aunque no parecía furiosa, pude ver todo su dolor en la mirada. El dolor de alguien cuya única persona por la que ha sentido algo le falla.
—Sé lo que pasó ayer. Claudia es una cabrona y tú has sabido dar la cara por mí mejor que yo mismo. Soy una mierda, y lo peor de todo es que siempre lo he pensado. Pero cuando estaba contigo, no me sentía tan así.
—¿Porque yo soy más mierda aún?
—Porque tú no me veías como el vallecano cutre que venía de fuera. Tú veías al soñador, al luchador, al aspirante a cineasta… Veías al chico que había bajo tanto Armani. Y yo veía a la chica que ni el Gran Supremo de Serrano se merecía. La sigo viendo. Joder, te quiero, Daniela, te quiero tanto que duele. Ya he dejado claro que no tengo corazón, pero tú no pierdas el tuyo por mí, porque eso me destruiría aún más.
—Estoy bien.
—No estás bien.
—¿Quién demonios te piensas que eres?
—Soy tu destino.
—No eres nada —comenzaron a caer sus primeras lágrimas.
—Soy lo que buscabas y te he fallado —comenzaron a caer las mías.
—¿Y por qué lo has hecho? —Sus gritos eran tan altos que ni la reconocía—. Me han prohibido el paso a Prada, Diego. ¡He renunciado a Prada por ti! Una parte de mí te quiere perdonar, lo juro. Pero es que la otra me suplica que no lo haga porque ¡ya está harta de que me traten como basura!
—No eres basura para mí.
—Sí lo soy.
—No lo eres.
—Joder si lo soy…
—TE QUIERO COMO NO HE QUERIDO A NADIE, JODIDA EGOCÉNTRICA.
Quizá eso lo dije demasiado alto. El silencio que se formó en la calle provocó una tensión con la que casi me volvió a dar un infarto. Pero el silencio acabó, y la tensión también, cuando Daniela se secó las lágrimas y salió de su casa para besarme. Para besarme por fin.
Sentir sus labios fue la mayor experiencia que tuve y que tendría en toda mi vida, como una victoria que, por mucho que me esfuerce, nunca llegaré a pensar que merezco. Me dolía tanto que alguien tan perfecto pudiese ser tan frágil… Y sin embargo ahí estábamos, dos piezas del mismo tablero, una negra y otra blanca, optando por estar en el mismo equipo por una sola noche de pasión.
Sus labios, tras separarse suavemente de los míos, se dirigieron a mí oido y susurraron la frase que cambiaría mi vida desde ese momento…
—Hoy no hay nadie en casa.
Su mano rozó la mía y la agarró con fuerza de seguido. Me dejé llevar hacia el interior de la casa como un marinero siguiendo a una sirena, y acabamos besándonos de nuevo sobre la alfombra de piel del salón. Vistas a la ciudad, la chimenea encendida y el poco frío de la azotea desapareciendo entre nuestros gemidos. Quizá no sería la primera vez de ninguno, pero sí que sería la primera en la que follar no es lo mismo que hacer el amor.
La noche no parecía estar dejando indiferente a ninguno del grupo, pero lo que más me sorprendería fue que aquellas horas de pasión con Daniela no iban a ser lo único que me cambiaría para siempre.
En la casa de mi tía Lina, ella se tomaba su copa de antes de dormir y recibió una llamada, casi a las doce de la noche. Ella no solía recibir llamadas a esas horas. En cuanto lo cogió, escuchó que se trataba de mi madre. Mamá, de quien tanto tiempo llevaba sin saber.
—Cielos, ¿qué ha pasado? —Comenzó a vociferar mi tía, llevándose la mano a la boca—. ¿En serio? ¿Cómo voy a contarle esto a Diego?
«Y una vez más, las malas noticias aterrizan sobre Serrano.
Pero esta vez, sobre mi portal de la calle. Y es que cuando me ocurre algo bueno, el destino no se queda a gusto hasta que equilibra las cosas. De todos modos, ¿será este el mejor momento para regresar a Vallecas?
Con mucho afecto pero poca fama,
DON»
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