No hay nada como la diversidad en las grandes ciudades. Puedes estar comprando pollo en el barrio chino de Usera, y unos minutos de metro después bebiendo en un pub irlandés rodeado de guiris que no buscan conocer mundo más allá de sus fronteras. Es decir, si viajas a Croacia, ¿de verdad quieres acabar comiendo en un bar de tapas?
Por eso la calle de Génova me resultaba tan confortante. Entrar por la puerta de Habanera, junto a la boca del Metro Colón, me mandaba directo a la Cuba de los años 40. Escuchar rumba de fondo mientras cataba sus deliciosas berenjenas fritas me hacía olvidar cualquier problema.
Pero aquella noche no fui allí para cenar. Quedé con mi mejor amigo Martín para tomarnos un buen cóctel de la casa y ponernos al día. Mientras me traían mi Tiki Samba, él ya iba por la mitad de su Raquelita. Todo lo que llevase nombre de mujer, Martín de la Fuente no tardaba mucho en consumirlo.
—Enzo Soto, comerciante de obras de arte —pronunció, seguido de otro trago de su cóctel—. ¿Y cómo es tu jefe?
—Encantador. Con carácter, pero encantador.
—Seguro que folla a más no poder. Si le dices a una tía que posees una galería, sus bragas se desintegran al instante.
—No seas tan rudo. Además, creo que es gay. Ha dejado caer algo sobre un tal Armando, que parece su marido.
—Quizá sean bisexuales, y les guste invitar a clientas a sus tríos matutinos. Como un brunch, pero con más salchichas de las que entran en menú. Eso debe dar mucho morbo.
A veces me preguntaba cómo un hombre con tanto sex appeal como mi amigo podía soltar comentarios tan inmaduros respecto al sexo. Curiosamente, no conocía a nadie tan educado ni caballeroso como él en ese terreno. Pero para mi suerte o desgracia, en nuestra intimidad, Martín sacaba al adolescente pajillero que se obligaba a retener durante el día.
—No piensas más que en sexo.
—También pienso en comer y en relacionarme. ¿Sabes por qué? Porque son las tres funciones vitales que tiene el ser humano. ¡Otra Raquelita, por favor!
—Marchando, caballero.
—Solo digo que hay más que sexo, ¿no? Es decir…
Y entonces, noté cómo la mirada de Martín se clavó en mí, con su cabeza gacha y la sonrisa agrandada. ¿Me habría pillado?
—¿Qué?
—¿Quién es ella?
—¿Cómo ella?
—La que te está haciendo pensar en el “más que sexo”. —Comenzó a reírse—. ¿A que va a ser tu jefe, el de los tríos?
—No hay ningún ella. Pero esta mañana me ha pasado algo muy raro, y no me lo quito de la cabeza. Me quedé observando la estatua del Oso y el Madroño, y una chica apareció de la nada. Me habló de la verdadera metáfora que veía en la obra, de su equilibrio, de su fuerza y su significado…
—Hey, tío, no te empalmes.
—Me apasionó escucharla, simplemente eso.
—¿Y cuándo la vas a mandar un WhatsApp? —Me quedé en blanco—. ¿Instagram? —Seguí sin contestar—. Joder, Enzo, le preguntarías al menos su nombre. —Sin respuesta. Martín se llevó la mano a la cara—. Madre mía…
—No lo entiendes, lo excitante de la escena fue el hecho de no conocernos de nada, y sentir como si nos conociésemos de toda la vida. Además, no sé ligar, Martín, y lo sabes. Si puedo saber de algo en esta vida, como mucho sería de arte…
—¿Y acaso ligar no es un arte? Tú mismo lo dices siempre, todo acaba siendo arte si se hace con precisión y corazón.
—El amor es un terreno arenoso en el que me cuesta profundizar.
—Tu problema es que eres un romántico. Y los románticos os morís por vivir en una historia trágica en la que poder refugiaros. Pero la magia está ahí fuera, Enzo. Madrid tiene mil aventuras que hay que vivir, y lo quieras o no, en cada una de ellas hay otros mil polvos que se deben echar.
¿Estaría en lo cierto? ¿El amor, en su más profundo significado, era tan solo una excusa que tenían los románticos para autoflagelarse y refugiarse en un sentimiento de insatisfacción? ¿Me estaría pasando a mí? ¿Buscaba a mi Julieta perdida en aquella chica a la que ni siquiera pregunté su nombre? Mientras degustaba la lima de mi cóctel, me fijé en mi alrededor. Una pequeña Cuba dentro de la ciudad donde crecí. Aquel era mi sitio, no el de Martín. Martín no era un romántico; él apoyaba el amor libre y no iba buscando el sentimiento en aquello que hacía. Si fuera por él, no volveríamos a pisar ningún local que ya hubiésemos disfrutado antes.
Eso me hizo pensar en las dos clases de hombre que ocupaba la ciudad: los que buscaban su pequeña Cuba, y a los que Cuba se les quedaba pequeña.