Después de tanto tiempo, no me podía creer que hubiese vuelto a reconectar con mis viejos amigos de Vallecas. Samuel e Iker estaban tan cambiados y aun así les veía tan bien conmigo que me sentía por fin en casa de nuevo. Volvimos a vernos en el banco de siempre, a comer pipas y a escuchar el trap horrible de Charli.
—¿Cómo llevas la semana con tu padre? —me preguntó Samu.
—Pues no tan bien como esperaba. Está empeorando e intento ser fuerte, pero es una mierda, tío.
—Sabes que todos estamos aquí para apoyarte, ¿no?
—Y creo que no somos los únicos —Iker escupió una pipa después de decirlo, mientras miraba el Mercedes negro que estacionaba frente a ellos.
Un chico con aires de grandeza y unas gafas de Tom Ford se acercaba a nosotros, y no dudé dos segundos en fijarme en que solo había una persona que tuviese aquella esencia. El chico de moda de Serrano, el rey del Octavo.
—¿Guillermo? ¿Qué haces aquí?
—Te vienes conmigo.
—Su padre está mal, tío —soltó Charli—. No puede dejarle así.
—Carlos, apenas ya te recordaba.
—Guille, vete, por favor —Samuel intentó ser educado con él, cosa que me extrañó.
—No lo entendéis.
—Chicos —me levanté del banco—. Ahora vuelvo.
Me alejé de mis amigos del pasado para poder dar un paseo con el que más me había complicado la vida en el presente. Pero notaba un aura tan preocupante en él que sentía una curiosidad infinita por saber lo que venía a decirme.
—Ya todo está en la mierda —no dudó en vacilar—. Felipe se fue, luego Izan. Emma se hartó de Claudia y Daniela no dudó en enfrentarse a Borja, pero tú todo esto ya lo sabes.
—¿Pero qué quieres que haga?
—¡Pues lo que has estado haciendo todo este tiempo, Olmedo! ¡Cambiarnos! Empezaste a escribir aquel diario y te sirvió de motivación para sumergirte en nuestro mundo y crearnos como mejores personas. Dios, no me puedo creer que esté diciendo esto…
—Ni yo, ni yo.
—Vuelve, por favor.
—Sabes que no puedo. La familia es lo primero.
Me di la vuelta y volví al banco con mis amigos, dando la espalda a Guillermo. Curiosamente, lo contrario a lo que sucedió meses atrás.
—¡Lo comprendo, Diego! —Me gritó a la nuca—. Ahora tengo otro recado que hacer y por eso me voy. ¡Pero no quiero que olvides nunca quién es tu segunda familia!
Aquello no me hubiese llegado a afectar tanto en el interior, pero se trataba de Guillermo Alcázar diciéndome que éramos una familia. ¿Por qué ahora quería tanto volver al infierno dorado?
El elegante comedor de los hermanos Martín volvía a estar lleno de manjares sobre la mesa. Borja y Claudia los devoraban mientras comentaban el día sobre la sinfonía de Bach que andaban escuchando.
—Se van todos —Claudia peleaba con el grosor de su solomillo—, y nos quedamos sin nadie. El Olimpo dorado desaparece y no estamos haciendo nada, Borja. ¿Qué hacemos?
—No seas pesada. Aún no se me ha ocurrido nada, pero es que sigo tan en shock. ¿Desde cuándo se han vuelto tan blandos nuestros amigos? Antes, que yo sepa, dejé el legado del instituto con un Guillermo Alcázar digno y respetable, a quien casi nadie se atrevía a hablar. Ahora anda con gentuza de barrios humildes y pringaos con tabla de skate.
—Ha sido por Diego Olmedo. Aunque ese ya está fuera del mapa. ¡Maldita sea, Emilia, córtame tú la carne!
En lo que venía la doncella de la casa, a Borja solo se le ocurrió una idea.
—Claudia, no te va a gustar esto… Pero lo único que podemos hacer es que trates bien a Emma —la cara de su hermana palideció—. Entiendo que la consideres torpe y despistada, pero es el eslabón débil. La gente siempre apoya a los débiles, o al menos la estúpida.
—Por encima de mi cadáver. Esa chica es mi zorrita particular.
—Pues va a dejar de serlo a partir de ya.
Borja, que ya había acabado, se levantó de la mesa y se fue a su habitación.
—¿Y tú no vas a cambiar nada de tu carácter? —Preguntó ella aún desde la mesa, mientras Emilia le seguía cortando el solomillo—. Tú tampoco es que hayas logrado mantenerles en el saco.
—Tú preocúpate por ser una buena samaritana. Para mí hay otros planes.
El viejo Supremo desapareció de la habitación, justo a tiempo para escuchar el final de la melodía de Bach.
Ya por la tarde, mi madre llegó a casa agotada y se sentó conmigo junto a la cama de mi padre. Él llevaba durmiendo desde hace mucho tiempo, aunque no me preocupé porque la maquinita esa con la que oías las pulsaciones iba bastante bien. Mi madre me agarró de la mano y sonrió con dulzura:
—¿Cómo ha ido el día, cielo?
¿Que cómo había ido? Me había pasado más de diez horas vigilando que mi padre estuviese bien, poniéndome películas en el Netflix gorroneado de Pablo e intentando leerme las revistas que me compra tía Lina sin caer en el sueño. No me quería perder ni un segundo más al lado de mi padre.
—Bien, ¿y el tuyo?
—Ya sabes… —Se quitó los zapatos y se tumbó a mi lado en el sofá—. No me apetece hablar del exterior, la verdad. Menuda etapa de mierda estamos pasando, ¿verdad?
Mi sonrisa débil sirvió de respuesta.
—Cuando acabe esto —me susurró—, haré lo que sea para que vayas a una buena universidad. No puedo pedirle más favores a tu tía, aunque sepa que los acepta encantada. Así que trabajaré de lo que sea, me apuntaré a una agencia de trabajo, pediré puestecitos a mis amigos del barrio en sus empresas…
—Mamá, estoy estudiando todo lo que puedo para que no tengas que pasar por todo eso. Te lo agradezco muchísimo, y a papá igual, pero se acabó. Todo el estrés por el puto dinero y el alto standing debe acabar ya. Me agota pensar en que todo en esta vida es dinero…
—Pero así es, por desgracia. —Los dos nos quedamos en silencio un buen rato. Luego mi madre me agarró de la mano y se le escapó una lágrima—. Todo irá bien.
—Por supuesto que sí. Segurísimo que…
Mal momento para decirlo. La máquina de mi padre dejó de sonar. El pitido de fondo se hacía inacabable, y mi madre se levantó de un salto para ver cómo se encontraba mi padre. Me gritó que llamara a una ambulancia y eso hice. En unos minutos llegaron, y mi padre aún no había despertado. Me mareé y tuve que sentarme en la cama. Para cuando quise darme cuenta, estaba inconsciente…
Al día siguiente, en los pasillos del Octavo, la nueva Claudia, más enérgica y sonriente, se dispuso a hacerle un cumplido a Emma para aligerar tensiones. Borja estaría mirándoles desde el otro lado del pasillo para controlar la situación.
Emma y Dani se iban riendo mientras recorrían el edificio, y C salió de la nada. Las dos se asustaron, y seguidamente mostraron una mueca de decepción al percibir de quién se trataba. Claudia Martín intentó fingir que no lo había visto.
—¡Hola! Chicas, ¿no hace un día fabuloso? ¿Os apetece ir a tomar algo a la cafetería?
—Creo que vamos a pasar, Clau.
Que Dani la llamase Clau le hizo albergar un poco de esperanza en su plan de recuperarlas. Sin embargo, esta vez fue Emma quien le detuvo los pies.
—No hace faltar mentir, Daniela —dio unos cuantos pasos que la dejaron a centímetros de su archienemiga—. Estábamos yendo a la cafetería ahora mismo, pero buscábamos mejores compañías.
En lo que se daba la vuelta, Claudia no aguantó más. El pasillo no estaba a rebosar, pero aun así había bastante alumnado por los alrededores en cuanto gritó aquello…
—¿Perdona? ¡No hubieses sido nadie sin mí, Emma! ¡Todos sabemos que además de estúpida eres una perdedora y nadie te quiere!
Daniela Blanco se dio la vuelta en un segundo y le asestó un bofetón a la que fue su mejor amiga durante tanto tiempo. El pasillo se quedó en tal silencio que parecía un instituto fantasma. Borja apareció por la esquina de este y presenció la escena posterior a la bofetada.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Estáis solos, Borja —replicó Daniela con una calma atroz mientras todo el pasillo les observaba—. Ya no tenéis a nadie. Vuestro reino está extinto. Esto se ha acabado. Así que basta ya de estratagemas ridículas.
Borja Martín no tuvo tiempo de responder. Las chicas se marcharon entre todos los murmullos que se formaron alrededor. Claudia intentó redimirse con su hermano.
—Oye, yo…
—¿Dónde está Guillermo? —Interrumpió—. ¿Dónde coño se ha metido nuestro único eslabón?
Al otro lado del país, paseando por el barrio de Sarriá, un Supremo vestido de invierno recorría las calles en busca del pisito donde su mejor amigo se alojaba por el momento. Fue pura casualidad que Izan pasease por aquella misma zona en ese mismo instante…
—¿Guille? —Izan, que se tomaba un helado pequeño solo, se quedó en blanco—. Esto es… ¿Qué haces aquí?
—Supongo que al final del todo, tenía corazón y eso.
Los dos se acercaron más, pero apenas se abrazaron. Era todo tan surrealista que no supieron ni cómo actuar. Ni siquiera Guille, que llevaba preparado su discurso.
—Escucha, Izan —carraspeó mientras su amigo le observaba, aún boquiabierto—. He sido un capullo integral contigo. Me he comportado como un bicho interesado y me he convertido en aquello que temía hace años… En Borja. Es decir, me encanta llevar la batuta y que se me respete en Serrano… Y que me inviten a eventos importantes y…
—Al grano, G.
—Perdón, perdón. Pero el caso es que en ningún momento quise convertirme en un monstruo manipulador ni jugar con los sentimientos, como… como si yo no tuviese.
—Ya sé que los tienes, tío.
—Y yo sé que lo sabes. Por eso, aunque supongo que estarás a gusto aquí, he venido a proponerte algo —Guille hincó rodilla en el suelo e Izan empezó a reírse a carcajadas.
—¿No será una proposición?
—Izan Calatayud… ¿Te vendrías a vivir conmigo en Madrid?
Mientras se levantaba de nuevo, su amigo volvió a quedarse petrificado. No entendía absolutamente nada, y era normal. Ni siquiera Guille sabía del todo lo que estaba haciendo.
—Sé que suena de locos, pero mis padres nunca están en casa, y en realidad nosotros como que casi tampoco. Se lo he comentado todo, toda la historia…
—¿Toda?
—Toda, toda. Y les parece genial, siempre te han querido mucho.
—¿No seré mucho más gasto?
—Por suerte o por desgracia —soltó G tras una carcajada—, el dinero es lo único en lo que nunca hemos tenido problema.
El silencio de espera hasta saber la respuesta puso algo nervioso a Guillermo. Comenzó a temblar como si le fuesen a dar las notas de Selectividad, pero por suerte, esta vez al menos habrían salido buenas…
—Sí —sonrió—. Sí, joder, vale.
Los dos se abrazaron al fin, y aunque se le cayó al suelo el helado, Izan no podía estar más feliz. Nada más respirar un poco tras la decisión final, comenzó a planificar todo y a decidir qué llevar y qué no en la maleta, pero Guille le paró el carro.
—Oye, oye… Es mi primera visita a Barcelona. Ni siquiera he visto la obra de Gaudí, así que vamos a patearnos la ciudad y luego ya si eso preparamos toda tu maleta.
—¿Sabes que todo esto podrías habérmelo dicho por teléfono? —Comentó Izan mientras continuaban su paseo por la ciudad.
—Lo sé —confesó el Supremo—. Pero hubiese sido muy poco Alcázar si no lo hago a lo grande.
A varios kilómetros de la costa mediterránea, Pablo venía a visitarme para dar una vuelta por mi viejo barrio. Llevábamos muy poco sin vernos, pero era como si hubiesen pasado siglos. Me puso al día en lo que recorríamos mi calle hasta el parque.
—No me puedo creer que ahora Borja esté casi en la mierda. Realmente se lo merecía.
—Se merece mucho más que eso, tú no estabas cuando venía a clase con nosotros…
—Y… —carraspeé algo tímido—, ¿cómo está…?
—Lo estabas deseando preguntar, ¿verdad? —Ambos sonreímos—. Daniela está bien. Ahora se ha unido a Emma más que nunca. Lo hacen todo juntas, y he podido ver un cambio increíble en las dos. Era como si Claudia las hubiese estado presionando para que fuesen algo que no eran.
—Los Martín eran incluso peores de lo que esperábamos…
Llegamos al parque. Estaba vacío porque aún era horario escolar, y nos sentamos en los columpios. Después de rememorar unos cuantos momentos que fueron inolvidables durante el curso, Pablo se quedó mirándome.
—¿Qué? —Pregunté.
—No tienes ni idea de lo importante que ha sido realmente tu llegada. Tú lo cambiaste todo, Olmedo.
—Eso no es cierto.
—El primer Golden boy de fuera de la Milla de Oro. ¿No te da en cierto modo pena? Ya sabes, el haberte ido.
—Guille vino al barrio a decírmelo también. A pedirme que volviera, pero ya nada es como era, ni volverá a serlo.
—¿Quién te dice a ti que no?
Esa fue la pregunta idónea para la llamada que llegó a continuación. Mi móvil empezó a sonar y lo cogí enseguida, porque me esperaba lo peor. Y así fue. Mi madre me pidió urgentemente que fuera al hospital, y me temo que en cuanto llegase… Nada volvería a ser lo mismo.
Pasó una semana y finalmente celebramos el funeral. La ceremonia del tanatorio no fue tan dura como podría haberlo sido, pero ahora vendría toda la gente que no pudo venir antes y tendría que enfrentarme a muchas más emociones. Era la primera persona cercana que moría a mi alrededor, y no sabía cómo iba a poder lidiar con ello, siquiera. ¿Cuánto tardaría en volver a ser como antes? ¿Cuánto tardaría en volver a alegrarme por las cosas? ¿Por qué la gente se larga, sin más, y no te dejan instrucciones para poder vivir sin ellos?
Me refugié entre mi madre y mi tía durante todo el funeral. El cementerio de la Almudena se llenó de caras conocidas y, mientras el párroco hablaba frente al nicho de mi padre, tía Lina me susurraba unas palabras:
—A lo mejor ahora no te des cuenta —elucubró mientras me agarraba de la mano con su guante de seda aún puesto—, pero te has convertido en todo un hombre, querido.
Aquello era, no solo lo más bonito que me había dicho mi tía hasta el momento, sino lo que más sincero había sonado por su parte. Me abrazó poco después, al acabar de hablar el párroco, y en cuanto salimos por la puerta del cementerio, pude encontrarme con Daniela, Emma y Felipe caminando con Pablo hacia mí. Me cubrieron en un cálido abrazo que me hizo soltar un par de lágrimas.
—No me puedo creer que estés aquí… —le confesé a Felipe.
—Me han permitido un día de alta por mis avances en rehabilitación, y no iba a dejarte aquí solo con estos pringaos.
El resto se rió, y Daniela dio un paso más hacia mí para cogerme de la mano.
—Lo siento muchísimo, Diego. Sabes que estamos aquí para lo que sea, hablo en serio.
—Tan solo os pido que me perdonéis por lo que os hice. Nadie se merece que atenten contra él, y mucho menos sin apenas conocerle. Sois buenas personas, y siento no haberme dado cuenta antes.
—Ay, no seas tonto, que lloro —Emma volvió a abrazarme con fuerza y el resto se rió.
—Dando abrazos como los débiles…
La voz que sonaba venía de lejos, y no iba solo. Los hermanos Martín tampoco quisieron perderse la ceremonia. Vestían de rojo y ni se molestaron en esconder su sonrisa.
—Menudo sol tan fuerte pega hoy. Parece que va a ser un buen día.
Pablo hizo el ademán de ir a darle una lección física, pero Felipe le paró.
—No te molestes, tío. Están solos y tristes, que se vayan haciendo ya a la idea.
—La chusma te ha cegado, amigo. Que pena que rehabilitación no te haya abierto los ojos…
—Pero quizá nosotros podemos dejártelos morados.
Samuel y la pandilla de Vallecas había venido también a verme. Una parte de mí se alegraba de su visita, y otra más grande se alegraba de lo mal que estaban quedando Borja y Claudia. Borja se giró hacia mis amigos del barrio y se plantó cara a cara con Samu. Se escuchaba desde el fondo de la calle a un coche venir hacia la entrada.
—Desearía verlo —murmuró el Ex-Supremo.
Y en cuanto ambos levantaron las manos, dispuestos a darse una paliza mutua, observé el coche que estaba llegando.
—¡Chavales, parad!
Se trataba de un coche de policía, y en cuanto mis amigos lo vieron, dado que la mayoría se había metido ya en líos por otras movidas, decidieron marcharse corriendo de allí. Luego hablaría con ellos para ver si estaban bien. Agradecía que hubiesen venido. Sin embargo, lo más chocante de la escena no fue eso, sino que Guille e Izan saliesen del coche patrulla.
—Guillermo Alcázar dando una gran entrada, cómo no… —sonrió Borja—. Pues vienen más que oportunos, agentes. Los chicos que se acaban de ir corriendo…
—La boca cerrada, campeón —contestó uno de los polis mientras le ponía las esposas—. Acompáñame.
—¿Pero qué…?
Mientras le metían a la fuerza en el coche, la otra policía, la que conducía, le explicó la detención:
—Borja Martín, queda detenido por posesión y distribución de drogas, tiene derecho a un abogado. Si no tiene, se le asignará uno de oficio…
—¡Por supuesto que tengo abogado! ¿Tengo pinta de no permitírmelo?
—Algún día sabrá callarse a tiempo… —musitó Guille, apartándole la mirada y llevándola hacia mí. Me dio un abrazo. Por un momento, me quedé helado—. Siento lo de tu padre.
—Gracias.
—¡Eres un cabrón, G! —Exclamó Claudia mientras se metía en el coche para acompañar a su hermano—. No creas que te vas a ir de rositas.
—Con esa cara que estás poniendo, querida, ya me siento ganador.
Quizá no era el día más normal de la historia, ni el más feliz, desde luego, pero había logrado algo que no había conseguido hasta el momento con los dorados: sentirme como en casa.
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